La Guerra Civil Española, nuestra última guerra, ya pertenece al recuerdo y a la historia de los libros e internet. Ocupó el tiempo y el espacio de tres años, entre 1936 y 1939. Han pasado ochenta años desde su inicio y quedan pocas personas vivas que puedan dar un testimonio sobre ella. Me gustaría que alguna de estas personas leyera este escrito. Me haría muy feliz.
Parece que todo esto de la Guerra Civil nos queda muy lejos. Pero no por ello hay que olvidar lo que nos llevó a ella y las consecuencias que tuvo. La mayoría de los que vivimos por aquí somos hijos, nietos o bisnietos de aquellos que murieron o sobrevivieron a aquella confrontación.
Una lata de sardinas oxidada pero enormemente inspiradora, leer un magnífico artículo del periodista Albert Om publicada en el Diari Ara y seguir con pasión un fenomenal programa de TV3, Trinxeres me ha llevado escribir esto, en memoria a aquellas personas que sufrieron la guerra.
Mi amigo Joan me regaló esta lata de sardinas, casi desintegrada, con la llave que la abrió todavía insertada en su tapa. La perforan unos grandes agujeros que marcan la entrada y salida de la destrucción. Se ha declarado en ella un proceso de lenta oxidación que avanza, inexorable, y que acabará devolviendo a la tierra el hierro que la compone. De mineral a fundición de hierro. De hierro a lata. De lata a óxido. De óxido a suelo. Nos pongamos como nos pongamos, hay cosas que son inevitables y no se entienden la una sin la otra. Como la creación y la destrucción.
Una lata que yacía en el suelo, que Joan encontró y rescató del olvido. Supongo que las sardinas que contenía en su interior las devoró con ansia un combatiente hambriento y asustado, que pasó unas semanas, o meses, defendiendo aquella estratégica posición militar de las zonas altas del Montsec de Rúbies. El soldado que se las comió seguro que mientras lo hacía, permanecía agazapado en alguna de las visibles trincheras excavadas en la losa de piedra del suelo, o en algún búnquer de los que todavía quedan en pie.
Me imagino aquellas gruesas sardinas, pescadas en el Cantábrico o en el más próximo Mediterráneo, ricas en proteína de alto valor biológico, en omega 3 y en calcio -si te comes la raspa-. No creo que en aquellas circunstancias nadie le hiciera un feo a aquella fina espina de pescado. Puede que las sardinas estuvieran bañadas en un sabroso escabeche de tomate y cebolla, aderezado con vinagre, laurel y pimienta. O quizás en aceite de oliva. Pienso en lo bien que le sentarían a aquel muchacho, probablemente famélico y con un agudo dolor de estómago causado por el hambre. Seguro que aquel bocado rebajaría la angustia que le producía la incertidumbre de no saber si al día siguiente volvería a ver salir el sol desde allá arriba o todo se abría acabado, definitivamente.
El próximo día que suba al Puig Ramader o a cualquier otro de aquellos montes del Montsec, abriré una lata de sardinas y la compartiré con mi amigo Joan. Oteando el horizonte, mirando al Pirineu y a la plana de Lleida y la lejana montaña de Montserrat. Pensaré en aquella guerra y en lo maravillosa que es la paz. Hablando de montañas, de proyectos y de la vida.
Mi abuelo paterno Eugenio, muerto hace ya 20 años, era franquista y luchó en el bando nacional. Años después de acabar la guerra, fue alcalde de la pedanía de Los Calpes, una aldea del interior de Castellón, en el Alt Millars, muy próxima a la provincia de Teruel. Él no hablaba nunca de la guerra. Me gustaría pensar en que no mató a nadie y que tampoco perjudicó a las gentes de su pueblo. Si así fuera, pido perdón en su memoria. Es lo único que puedo hacer, a parte de explicar todo esto a mis hijos y que vean, toquen y huelan esta oxidada lata de sardinas.